miércoles, 15 de mayo de 2013

“Esperad tres minutos y tirar”.


Así empezó todo. Sintiendo el pulso en el cuello, en las manos y en las piernas. La boca seca, la piel de gallina tras las capas de ropa y en el estómago no se sienten mariposas sino avispas. No había milímetro en todo el cuerpo que no me dijera a base de escalofríos y temblores “no lo hagas”. Pero en ese momento, en el que sólo estás sujetando una barra y tus pies parecen anclados a un listón de metal, una pequeña parte de ti susurra “salta”. Poco a poco vas deslizando tus pies hacia el borde, hasta que sólo estás apoyada en los talones y sin pensarlo dos veces, abres la mano para soltar el metal y caes.

Ya no piensas. Ya no sientes. Sólo gritas.

Ves las nubes debajo de ti y no ves el suelo. No importa. Todo lo que antes era lógica y miedo desaparece. Estás cayendo al vacío sin nada que te pueda salvar si falla el paracaídas. Y sigue sin importarte.

El tiempo no se mide en segundos, se mide en distancia a la tierra. De repente sientes un tirón, dos, tres… Y en vez de caer, subes unos cuantos metros. Es ahí cuando ya sabes que estás a salvo y empieza el descenso a una velocidad más baja. Ya por fin puedes concentrarte en las vistas y te das cuenta que ni el edificio más alto de Valladolid supera eso. Sale el Sol en ese momento y va iluminando todo lo que tienes por debajo. No sientes ni vértigo, ni mareo. Te da por reír y no sabes si de felicidad o de pura histeria contenida. Te ríes y disfrutas mientras el suelo parece que se va acercando a ti.

Puedes calcular más o menos cuántos metros te separan y van a menos. Treinta, veinte… Y por fin en tierra. Ya no te queda voz, pero sueltas un grito casi inaudible pero que te hace sentir bien.

No te puedes levantar, o eso me pasaba. No sentía las piernas y sabía que si lo hacía me caería al intentar caminar. Me senté en el suelo sin estar atada ni a arneses ni correas, apoyé lo brazos detrás de mí y me dediqué a mirar el cielo que ya no me parecía tan agobiante como desde allí arriba.

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