jueves, 26 de marzo de 2015

París.

París me reprocha no ir a visitarle, y es que primero va la obligación antes que la devoción. París me escribe postales y me lee por el ordenador. No me llamará todos los días, pero cuando hablamos sabe muy bien qué me pasa por la mente. 

París bien vale perderme entre sus calles; los monumentos y museos que expone de cara al público ya me los conozco. El verdadero París es el que se esconde en los cafés y el que dibuja sin cesar lugares y personas. Los da vida a través del papel.

París es bohemio, indomable, clásico y a la vez contemporáneo. Es muy difícil calar a París, pero él me tiene calada hasta los huesos. Y por eso París me dice que no existe persona a la que la siente tan bien el pelo enmarañado que deja la brisa del pueblo costero en el que veraneamos. Y yo me creo su gran mentira. Que baile, que desafine, que volvamos a ver Oliver Twist en una tarde de lluvia. Que mi cara recién levantada es una oda al sueño comatoso en el que todas las noches caigo. Que no pierda la ilusión que me hace creer en cada nueva persona que entra a mi vida, pero que también sepa decir adiós a los lastres. Que si no es un gintonic en la Montañesuca, él no bebe copas. Que lo único negro que tengo son los pulmones de tanto fumar. Que soy patosa, pero que no pierda la costumbre de decir que éste será el último tropiezo, que a él le hace gracia porque cada piedra en el camino tiene nombre de presidente. 

París sabe usar mejor las palabras que yo, y por eso su voz y sus escritos reconfortan o duelen más que muchos abrazos.


De mi para París.
Basado en hechos nostálicos.

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