Ya no te cae un piropo ni por error. Le cae a el que acaba de pasar. Y un, dos, tres, ofenda otra vez. El que la hace, la paga. Ley del talión. Y te das al ojo por ojo. No vayas a quedar por debajo, así de gratis. Y piensas: "pero, ¿quién coño se ha creído?". Que para orgullo, el mío. Que para lanzar palabras como puños me basto y me sobran.
Y luego se oye por ahí que el romanticismo ha muerto. Perdona pero no. Igual lo has matado también tú un poco a base de dejar que se enfríe el lugar donde antes saltaban chispas o alguno de los dos ha dejado abierta la puerta y las ventanas por donde, aparte de aire fresco, han podido entrar más personas y has pensado que tal vez estabas rozando el conformismo aferrándote a una determinada persona.
Repito; y luego se oye por ahí que el romanticismo ha muerto. Perdona pero no. Igual lo has matado también tú un poco. Y no estoy hablando de hacer corazones en San Valentín. Hablo de pequeños gestos que marcan la diferencia. Y ya no sólo con la otra persona. Sino contigo mismo. Y eso es peor. Porque una relación no es poner a la otra persona por encima de todo y olvidarse de uno mismo. Es querer compartir dos vidas. La suya y la tuya. Y no un dos en uno.
Para el que abandona su propio ser por amor. No he vivido mucho pero ha sido intenso, como ha de ser
vivida la vida. Y lo más importante que he aprendido ha sido que nadie me va a
querer tanto como yo. Que el cuerpo es un templo donde el corazón y la mente
son sagrados para quien mora en él.
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